El autobús tardó unos pocos minutos en llegar y todos los que estábamos allí subimos a él. Me senté en el primer asiento que vi y cuando las puertas se iban a cerrar, una señora gritó que no las cerraran. Casi sin aliento, por haber ido corriendo hasta allí, preguntó cuál era el destino de ese transporte. El conductor se giró, mostrando el lado putrefacto de su cara, y bordemente le contestó que la última parada era el infierno. Ella se quedó parada y las puertas se cerraron dejándola fuera, sin habla. Estaba claro que ella se había equivocado, en el autobús de las almas perdidas no se aceptaban personas que tuvieran esperanzas y sueños. Sólo se aceptaban a aquellas personas que vivían en una pesadilla.
El ambiente que se respiraba allí, en parte, era acogedor y bastante familiar. La desesperación, la soledad y la depresión nos envolvían con sus brazos fríos. En ese autobús había de todo; modelos esqueléticas, adolescentes acomplejados, ancianos a los que la muerte les arrebató su alma gemela... Y luego estaba yo, relatando mi viaje mientras rogaba que alguien me devolviera las ganas de vivir.
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